Más allá de los reinos más conocidos, existía una muñeca de porcelana que vivía en una pequeña casa abandonada en compañía de un fantasma. Nadie más que la muñeca y el fantasma habitaban ese lugar, pero eso en ningún momento les entristecía porque se hacían compañía el uno al otro. Hasta donde conocían el mundo, ellos eran felices juntos, mas esta era una felicidad camuflada por su inocencia.
Una noche, el fantasma inmerso en los recuerdos de su vida anterior, comenzó a dormir el más profundo de los sueños, el cual duró cerca de dos años. Durante ese tiempo, un vil pirata aprovechó para entrar a la casa y robarse a la muñeca de porcelana.
Raptada, en un hogar desconocido, la muñeca fue encerrada en una caja de cristal para que nadie pudiera tocarla. Su vida se convirtió en un ir y venir de suplicios donde cada día que pasaba en ese extraño lugar, sólo escuchaba lo horrible que eran las personas y el mundo real. Entonces la muñeca, hundida en una profunda soledad, olvidó lo que era el amor. Incluso el amor que le daba el fantasma le fue arrebatado de su alma y su corazón dejó de creer.
Pero un día, un conde llegó de visita a aquella funesta casona por razones de negocios y como era de esperarse, el dueño ilegítimo de la muñeca presumió su ultrajada adquisición al conde, quien inmediatamente quedó prendado de la muñeca al verla.
—¿Pero cómo hacerme de ella? —pensó el conde sabiendo que el hombre ruin jamás se la entregaría de buenas a primeras. Mas pronto el conde fraguó un plan interesante. Como buen hombre de negocios de la más alta aristocracia le propuso un trato al truhán. Sucedió que en aquellos tiempos el hombre, hambriento en su afán de riquezas, había adquirido una deuda muy grande con los hacendados bajo la custodia del conde. Así que el conde ni tardo ni perezoso, le dijo:
—Pediré a mis hacendados que te perdonen la deuda con una condición: Entrégame esa muñeca y yo me encargaré de que tu deuda sea olvidada.
El pirata dudó, ciertamente quería mucho esa muñeca, pero sólo era una adquisición más y no perdería semejante oferta frente a sus narices. De modo que el hombre aceptó el trato del conde, junto con una exigencia; su codicia no conocía límites.
—Pero esa es una muñeca muy fina, le perteneció a Maria Antonieta de Austria y no puedo dársela así sin más. Tendrá que pagar la diferencia si tanto la desea, oh mi benevolente conde.
El conde se enfadó pero no por ello perdió su buen porte y al precio de la muñeca agregó una cosa más; el relicario con el emblema de la rosa que había pertenecido a su familia por generaciones.
—Oh, eso se ve valioso —exclamó el pirata y aceptó gustoso cerrar el trato, entregándole la muñeca de porcelana con todo y caja de cristal.
El conde entonces tomó la muñeca y salió de aquella funesta casa para no volver jamás, cumpliendo por supuesto con su parte del trato, aunque esto no salvó al pirata de su muy merecido destino, pues al poco tiempo contrajo nupcias con una mujer más astuta que el hombre ruin, quien terminó dejándolo en la bancarrota y se fugó con el portero, aunque esa vendría siendo una historia muy aparte.
El conde llevó la hermosa muñeca a su casa y depositó la caja en una cómoda de su cuarto, contemplándola con nostalgia.
—¿Quien eres? —preguntó la muñeca cuando el conde estuvo buen rato a solas con ella.
—¿No me recuerdas? —reprochó el conde— Te encontré hace mucho tiempo cuando era un niño en la vieja casa de mis antepasados. Quise llevarte pero un fantasma te protegía celosamente. Me sentí solo mucho tiempo y nunca pensé volver a verte pero ¡aquí estás!, mi muñeca, mi hermosa princesa.
—No sé de qué hablas —replicó la muñeca. Yo sólo soy una muñeca de porcelana y ese fantasma era mi único amigo. ¿Por qué hablas como si me quisieras? Tú no me quieres, sólo te gusta mi frágil belleza. Déjame sola. ¿Dónde está mi señor? Déjame ir con él.
El conde con el corazón roto se rehusó a dejarla ir y a creer en sus crueles palabras. Por el contrario, decidió permanecer con la muñeca y poco a poco enseñarle a su muy peculiar forma, lo que era el amor, la confianza y muchas otras cosas que la muñeca había olvidado.
—Conde... —dijo una noche la muñeca— Ya no quiero estar en esta caja. Quiero salir. Por favor... no quiero que nadie me vuelva a encerrar en cajas.
El conde, quien había esperado tanto tiempo por escuchar algo así, sacó a la muñeca de su caja de cristal y rompió en mil pedazos aquella prisión, abrazando a la muñeca contra su pecho.
—Tú me enseñaste lo que es amar —le dijo la muñeca al oído— por eso ahora quiero enseñarte que también puedo amarte a ti.
En ese momento la muñeca cambió su pequeña forma frágil y se convirtió en una bella dama, la cual fundió sus labios con los del conde en un juramento eterno.
—Siempre estaré contigo —se dijeron el uno al otro, y así ambos jamás volvieron a conocer la soledad.
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